Sunday, April 25, 2010

Cuatro estudiantes, tres días, dos costas, un Karain

“Buena suerte,” gritó el viejo mientras conducía su bota en regreso a Montego Bay.
“Estoy segura de que vamos a necesitarla,” murmuró Charlotte, con una mirada vacilante al jamaicano ya sólo un punto en la distancia.
Los cuatro se quedaron en el puerto de la costa del Caribe varios momentos, todos con esa misma expresión de incertidumbre. Georgia fue la primera que se volvió y midió a la Naba.
“Pues...vamos,” dijo, y caminó del puerto a la calle. Lentamente, los otros la siguieron.
Sacando el mapa y una brújula de su mochila, Hudson señaló por la ciudad. “La Naba está directamente al oeste, adonde queremos ir.”
Aunque ya habían viajado unas horas, solamente eran las diez de la mañana porque se habían levantado tan temprano. Continuaron por la ciudad de Naba, la que era realmente nada más que un pueblo de embarcadero. Pararon en un café para desayunar y hacer un plan. Fue una escena rara para la gente nativa; como el país de Karain era una isla del Caribe un poco al oeste de Jamaica, la mayoría de la gente era anglohablante y de color negro oscuro. Así que las únicas partes del país que eran centros turísticos estaban en la costa del oeste, casi todo el país era pobre y rural. Los cuatro estudiantes, apiñándose con el mapa, todos de piel más o menos clara, acentos estadounidenses, con sus mochilas llenas y su ropa comprada en Chicago, estaban dando la nota.
Charlotte, tal vez, se destacaba más que los otros; con su pelo rubio recién rizado y el maquillaje aplicado perfectamente, ni sus botas nuevas revelaban que estaba viajando en tierra agreste. Cuando sus amigos principalmente sugirieron la idea de un viaje de senderismo, como una última aventura antes de empezar en la escuela médica en la Universidad de Chicago el próximo otoño, ella les dijo que no quería ir. Sin embargo, Hudson, su amigo querido desde la niñez, la convenció. Charlotte y Hudson eran de Chicago, pero de vecindarios diferentes. Charlotte, hija de dos doctores, era del norte de la ciudad. Estaba acostumbrada a la vida lujosa, y otros la llamaba remilgada e inquieta no infrecuentemente. De hecho, se sospechaba que ella fuera aceptada a la escuela médica no por sí misma sino por la influencia de sus padres. Hudson, al suroeste de la ciudad, asistió a la misma escuela secundaria privada a lo que Charlotte asistió, pero con beca completa. No era de padres afluentes, y cada verano trabajaba como auto-mecánico para pagar sus gastos durante el año escolar. Realmente era muy inteligente, y a pesar de sus orígenes (o quizás por ellos) tenía un buen carácter y una personalidad muy despreocupada.
“Parece que podemos llegar a esa montaña, la......Montaña Olorosa,” señaló Hudson, viendo su mapa y la montaña otra vez. La Olorosa estaba lejos en la distancia, pero todo lo que los separó era desierto plano.
“La Montaña Olorosa, un nombre curioso para una montaña,” comentó Carson, viéndola con una mano en las cejas para resguardar sus ojos del sol brillante en el cielo totalmente despejado.
“Creo que sí,” concordó Georgia, “y quiero subirla para sacar unas fotos del paisaje,” añadió, levantando su cámara. De una familia grande que tenía un rancho de granadero en Texas, ella siempre estaba lista para prendarse en todo.
“Entonces vamos, si queremos subirla hoy todavía,” concluyó Hudson, y los cuatro se dirigieron por las afueras de Naba y el desierto Meseta de Col adelante.


Había poco más de dos meses antes de que empezaran en la escuela médica. Todos habían asistido a la Universidad de Chicago para los años de universitario. Aunque Charlotte y Hudson ya eran amigos, Hudson y Carson se conocieron el primer año, cuando eran compañeros de dormitorio. Más adelante, conocieron a Georgia en la clase de biología. Así, pasaron casi toda la experiencia universitaria juntos.
Para Georgia, la transición de la vida en Santa Rita a la vida en Chicago fue lo más difícil. En el rancho, ella trabajaba diariamente con sus padres y los cuatros hermanos; ella fue la primera persona en su familia en asistir a la universidad. Había visitado San Antonio una vez con sus amigos, pero Chicago era una ciudad totalmente diferente: grande, rápida, fría. Pero ella sabía que la oportunidad de asistir a una escuela tan prestigiosa como la de Chicago era demasiado para dejar escaparla. Y así vino a la ciudad cada otoño para sus estudios, y regresó cada primavera para ayudar a su familia en el rancho durante el verano. Pero este otoño, vendría a Chicago sin planes de regresar a Texas por mucho tiempo, porque la escuela médica duraba por todo el año. Y sería más trabajo del que había hecho cualquier tiempo antes. Todos sabían que sería difícil, que tendrían que madurar, que tomar la vida con seriedad. Así, decidieron tomar este último viaje para disfrutar de veras una vez más, libremente, antes de empezar.
“Wow. ¿Es impresionante, no?” observó Georgia, midiendo la vista de la cima de la Montaña Olorosa. Podían ver por millas en cualquier dirección; por el este todavía se veía el Mar Caribe; por el norte había más montañas, más grandes que las que habían subido; por el oeste, casi se podía ver el Río Karain, adelante del desierto; por el sur, había nada menos que el desierto, lo que parecía continuar sin límite.
“¿Adónde vamos a quedarnos esta noche?” preguntó Charlotte en un tono escéptico. “No me parece que haya ni un hotel ni una casa cerca.”
“Tienes razón, no lo hay. Como ya te dije, esta noche tendremos que acostarnos en la carpa, al pie de la montaña. Hay un sitio allá,” Hudson hizo un gesto a un lugar entre unos rocas grandes, en donde la carpa cabría.
“Bueno, yo voy a armar la carpa antes de que anochezca,” dijo Carson, y empezó a bajar.
“Vendré contigo, ya que yo tengo la carpa,” contestó Hudson, y ambos salieron.
“Pues, puedo ver que esto va a ser más duro de lo que esperaba,” comentó Charlotte con un dejo de desilusión en su voz.
“Sí, pero piensa en la alternativa. Esto es mejor que quedarse en la clase todo el día, ¿no?” respondió Georgia positivamente.
“Me imagino que sí,” dijo Charlotte, sacando su camera. “Por lo menos es hermoso.”
Las dos pasaron la próxima media hora sacando fotos y admirando el desierto y el ambiente que eran tan diferentes a los rascacielos y escenas sin fin de la ciudad de Chicago.
“Bueno, ¿supones que han armado la carpa?”
“Supongo que sí. Debemos bajar. Estoy cansada,” bostezó Charlotte.
Las chicas empezaron a bajar, pero no cubrieron mucho terreno antes de oír gritos.
“¡¿Qué fue eso!?” chilló Charlotte.
“No tengo ninguna idea,” contestó Georgia, corriendo más rápidamente hacia los sonidos.
Mientras que continuaron y doblaron alrededor de una roca, se pararon en frente de una escena alarmante. Carson estaba tendido en la tierra, cubriendo un brazo mientras Hudson ponía su boca en el brazo.
“¿Qué pasa? Oímos sus gritos...Hudson, qué diablos estás haciendo?” exigió Charlotte.
“Fue una...serpiente...cascabel,” contestó Carson sin aliento, de la tierra. “Me mordió. No la vi...hasta que...estaba casi encima de ella.”
“¿Ay, Dios mío, estás bien? ¿Entonces, Hudson está tratando de chupar el veneno?” finalmente se dio cuenta Georgia.
“Sí,” confirmó Hudson, y se sentó y limpió su frente. “Y, tú sabes, pienso que tuve éxito. No había mucho en la mordedura. Lo tiré de él tan pronto como lo mordió. No pienso que vaya a hacer más ahora,” añadió, y señaló algo a unos metros de distancia en el suelo. Las chicas siguieron su mirada y vieron a la serpiente en varios pedazos, tanto como la navaja de Hudson, todavía cubierta en sangre.
Georgia buscó su botiquín, y vertió peróxido en la herida. Carson hizo un gesto de dolor, pero no dijo nada cuando ella vendó su brazo. Los cuatro se quedaron unos momentos más, recobrando el aliento. Después de que Carson los aseguró que estaba bien, bajaron el resto de la montaña y se acomodaron en la carpa para pasar la noche.


“Esta fue una buena idea,” complementó Georgia, mientras que flotaban en el río. Se estaba refiriendo al bote neumático hinchable en que estaban, lo que Carson había traído en su mochila.
“Sí, porque no querría caminar todas estas millas,” añadió Charlotte.
Esa mañana se habían levantado y continuaron al pueblo Sojala-jijl, lo que estaba localizado entre la Montaña Olorosa y el Río Karain. Desayunaron y visitaron a un boticario para comprar un anti-veneno para Carson, y después continuaron al río.
“Debemos llegar al Lago M-pulo al final de la tarde,” calculó Hudson, doblando el mapa. Volvió a Carson y le preguntó, “¿Estás seguro de que estás bien?”
“Seguro, seguro. No te preocupes de mí,” le aseguró Carson. Aunque la mordedura todavía le dolía, sabía que no sería infectada y no quería quejarse. Él era de South Carolina, y era un chico típico del sur. Como Charlotte, tenía una familia rica desde hacía muchas generaciones que le daba todo lo que quería. Sin embargo, él no quería que nadie lo supiera. Quería lograr todo en su vida por sí mismo, sin la ayuda constante de su familia. Había decidido ir en esta aventura para “experimentar” de verdad la vida, sin la ayuda y el consejo de su familia. Simplemente iba a entrar en la escuela médica porque todos los de su familia eran súper-exitosos y tenían expectaciones muy altas de él; él también tenía expectaciones muy altas de sí mismo.
Los cuatro flotaron tranquilamente en el río la mayoría de la tarde. Cuando llegaron al lago, todos tenían mucha hambre. Encontraron unos palos y ataron el sedal que trajo Hudson en ellos. Sujetaron unos anzuelos, y con los gusanos que podían cavar de la tierra, pescaron. Por la cantidad de peces que había en el lago, no tendrían dificultad en coger una cena copiosa. Después de comer, se relajaron en la playa y exploraron el pantano cerca del lago, el Pantano Karain. Al anochecer, se armó la carpa de nuevo y se durmieron arrullado por las olas en la orilla.


“Pienso que estoy lista para la escuela médica,” confesó Georgia.
“Yo también. Pero me alegré de que decidimos tomar este viaje,” se puso de acuerdo Charlotte. “Aunque estoy muy cansada, y dolorida,” frotó sus piernas, “me alegré.”
Los cuatro habían caminado durante todo el día. Se levantaron muy temprano por la mañana y viajaron por todo el Pantano Karain. Continuaron a Sulliaba, la ciudad portuaria en la costa del Gulfo Sulliaba, y ahora estaban sentados en la dársena. Iban a tomar un ferry de Sulliaba a las Islas Caimán, y de allí volarían a Miami, y después regresarían a Chicago. Habían viajado de la costa oriental del país a la occidental en tres largas días.
“Yo también. Con la mordedura y todo,” bromeó Carson, levantando su brazo vendado.
“Si podemos sobrevivir solos en el Karain, con nada más que las mochilas y nosotros mismos, podemos sobrevivir los cuatro años de la escuela médica,” afirmó Hudson. Los otros asintieron con la cabeza. Se quedaron así unos momentos largos, perdidos en sus propios pensamientos y mirando las olas del Caribe. De repente, Hudson sonrió a los otros traviesamente.
“¿Qué?” le preguntó Georgia.
“Yo le voy a explicar a nuestro profesor cómo yo te rescaté, Carson. Posiblemente pueda recibir crédito extra en el primer día de clases.”
Los otros sacudieron la cabeza y se destornillaron. Continuaron riéndose por las horas restantes hasta que el ferry llegó. Sería un viaje que nunca se les olvidaría.

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